Un anciano que muere es una biblioteca en llamas

Elijo con la punta del dedo el lugar exacto 
en la piel tensa y pálida del abdomen. 
Introduzco la aguja subcutánea y aprieto 
el émbolo con firmeza, lentamente. 
Me siento en el borde de la cama en silencio 
a esperar que ceda el dolor y la respiración agitada. 
¿Duele?, pregunto. Yo quéjome mal, contesta. 
Nieves sonríe (siempre sonríe). Y cierra los ojos. 
Alguien grita que necesita ayuda para levantarse 
en la habitación de al lado. Miro el reloj-despertador 
que está sobre la mesilla, el bote de crema hidratante, 
los lápices de colores, el rosario, la fotografía 
enmarcada en madera. Nieves es una mujer joven 
en blanco y negro el día de su boda. 
Todo en ella ha cambiado, excepto la sonrisa. 
Por eso la reconozco. Su marido, mucho más alto, 
mira a la cámara asustado. Nieves, no. Sonríe y sus ojos 
están llenos de futuro. Sus ojos, ahora cerrados. 
Dicen en África que un anciano que muere 
es una biblioteca en llamas.

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