Hasta borrarnos
Fuimos a celebrar tu cumpleaños
a un restaurante al lado de la playa.
Yo llevaba el pelo largo y la barba descuidada.
No me di cuenta entonces. Lo he descubierto
al ver las fotografías. Por la mañana hizo mucho calor,
un día de verano a primeros de septiembre.
Recuerdo que paseamos por el centro de la ciudad
y tomamos una cerveza en una terraza. Me atravesaba
el pecho un dolor descomunal y llevaba semanas
viviendo cada instante a tu lado con la sensación
de que sería el último. Y vivir así es agotador.
Quería mirarte, tocarte, olerte, besarte.
Y lo hacía con el ansia de un náufrago que sabe
que, tarde o temprano, va a ahogarse. Todavía hoy,
en ocasiones, siento en el pecho ese dolor y ese ansia.
Comimos arroz negro y compartimos una botella
de vino blanco. Después del postre, Jero bajó a jugar
a la playa y tú y yo nos fumamos un cigarrillo.
Diste la última calada, apagaste la colilla en el cenicero
y dijiste démonos un baño. Claro, contesté.
No llevábamos bañador. Fuimos caminando hacia la orilla
y nos desnudamos. Jero, que no quería bañarse,
se quedó al cuidado de nuestra ropa.
Te sumergiste por completo en el agua, que estaba fría
pero agradable. Te busqué, a ciegas.
Apareciste frente a mí y extendiste los brazos.
Los dos aún conservábamos la piel morena de fin de verano.
Me aferré a tu cintura, con ese ansia de náufrago,
y te besé en los labios. Te dejaste hacer, poco más.
Después, ya en el coche de vuelta a casa, entendí
que vamos dejando parte de nosotros en los lugares
donde nos sentimos felices, desprendiéndonos a brochazos
de lo que somos. Hasta borrarnos.
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