Tus manos cuando gobernaban a su antojo bandadas de estorninos en la plaza
Seguro que no fue
tan bueno como el recuerdo.
Las uñas de los pies
pintadas en rojo,
el sonido de la marejada,
el olor de las cocinas
recién abiertas en la calle,
el peso del silencio,
las luces encendidas
en los escaparates,
los carteles que anuncian
los conciertos, las noches
sin poder dormir,
la cazadora del trueno
de las noches de euforia,
la caja de pastillas contra el miedo,
las fotografías de tu cuerpo
en blanco y negro,
la quietud oscura de febrero,
la lista de la compra en los cristales,
el último avión del día
que aterriza en Jimbaran,
tus ojos cuando tienen el color
del invierno en las piscinas.
Que entre el mar en casa y lo inunde
todo y lo arrastre todo y lo rompa todo
y que nada sea como era antes
y que esta tristeza y esta rabia
y este fuego se apaguen y no
se atrevan a tocarnos jamás.
Porque sólo es luz. Sólo es luz
que se descompone y brilla
y baña las superficies del mundo
que, para mí, es tu espalda desnuda,
los hombros donde se posa el orvallo,
el pelo despeinado de Jero y
las seis ventanas que dan al mar.
Tres días. Tres días te pedí
antes de desaparecer.
Y cuento las veces que
estuve a punto de salir
corriendo y lanzarme al mar
desde el acantilado. Pero siempre
flaqueaba. No eran tan grandes,
ni tan fieros,
ni tan malolientes los monstruos
que me someten,
a los que tan a menudo
tengo que mantener a raya.
Tus manos. Tus manos cuando
gobernaban a su antojo
bandadas de estorninos
en la plaza. Parecían invocar
a la alegría, en mitad
de este largo invierno.
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