Y sonríes y te preocupas y te enfadas y te resignas
La mayoría son días normales
en los que el despertador suena y te levantas,
despiertas bajo el agua de la ducha
y observas frente al espejo del baño
los estragos que el tiempo provoca en tu cuerpo,
que un día fue bello. Esperas que hierva
el agua de la cafetera y miras el mar desde la ventana.
Te vistes con parsimonia de ritual.
Comes fruta. Lees los mensajes en el móvil
o escribes un rato en este cuaderno.
Intentas no pensar demasiado y no pensar
demasiado en el trabajo. Recuerdas retazos
de sueños y sonríes. Sales a la calle y el frío
te obliga a calarte el gorro hasta las cejas.
Pedaleas.
Buscas infraleves con desesperación
durante toda la mañana y sonríes y te preocupas
y te enfadas y te resignas. Regresas a casa,
avanzada la tarde, y abrazas a tu hijo y besas
en los labios a la mujer que te sostiene.
Siempre lo ha hecho.
Observas lo que construyes a tu alrededor
antes de dormir la siesta. Por un instante,
te sientes perdido. Escuchas un disco o lees un libro.
Cocinas o sales a pasear y a hacer unas compras.
Dejas que llegue la noche, casi sin darte cuenta.
Bebes una cerveza y sientes afiladas
las ganas intactas de entrar dentro de ella.
Si llega el sueño, te piensas dichoso.
Mañana lo intentarás de nuevo.
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