No hay nada de poesía en todo esto
Un hombre que pesa treinta y cinco kilos
respira con ayuda de una máquina de producir oxígeno.
Está sentado en el salón de su casa.
Le acompañan su hija y su nieta.
Tiene dolor y tiene miedo.
Me hace saber que no quiere saber.
Sólo quiere no sufrir, poder dormir,
aunque sea unas horas, salir a la terraza
a contemplar la calle, las fábricas, el mar a lo lejos.
Le administro morfina de manera subcutánea.
Le explico lo que sucederá en unos minutos.
Lo que sentirá. Me mira fijamente y asiente.
Sus ojos son bolas negras en el fondo
de dos cuencas enmarcadas por salientes
de hueso y piel grisácea.
Sé que no debo hacerlo, pero no voy a evitarlo.
Dejo sobre la mesa del salón, junto con las revistas,
un plato sucio y las ampollas de medicación vacías,
la promesa de regresar mañana.
(Pero no hay nada de poesía en todo esto,
pienso mientras escribo. No te equivoques.
Ni de trascendencia. Tampoco redención
o nostalgia. Es sólo la muerte de un ser humano).
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