Siempre tenías café caliente cuando yo llegaba
Recuerdo pasear por una avenida
desierta de madrugada.
Lo que no recuerdo es si regresaba
a casa o me dirigía a la tuya.
Vivías en un segundo sin ascensor.
Cuando abrías la puerta, ocultabas
medio cuerpo detrás.
La línea recta de la madera y, al otro lado,
la cabeza ladeada con el pelo despeinado,
guedejas sobre tu hombro,
recogido en un moño alto,
el brazo doblado con la mano aferrada al borde,
los pliegues de la camiseta sobre la curva
de tu seno izquierdo, la cintura cóncava,
la asombrosa convexidad de tu cadera,
el muslo, la rodilla, la tibia como un camino fácil
hasta tu pie descalzo.
Y el regreso a tus ojos,
del color del agua de las piscinas
en invierno, en los míos.
La sonrisa.
¿Pasas?, decías.
Paso, respondía, como si de una contraseña se tratara.
La luz del amanecer se colaba
entre las venecianas de la cocina.
Siempre tenías café caliente
cuando yo llegaba.
Habrán pasado dieciséis o diecisiete años
de las primeras veces. Éramos
jirones de tela que el viento convocó
en una esquina. Y nos anudó de qué manera.
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